INEXISTENTE
Empiezo a creer que las historias
empiezan como acaban y en nuestro caso todo empezó con un mensaje casual, una
cita a ciegas durante una fría noche de lluvia. Tu mensaje parecía inocente,
sin demasiadas pretensiones: acababas de llegar y querías conocer gente nueva
en la ciudad.
Solo sé que me gustaste en cuanto
vi tu foto en aquella página y sí, quise encontrarte. Aquella noche llovía, tú
dijiste que llegarías en bicicleta y recuerdo que me preocupé pensando que te
estarías mojando con la lluvia. Llegaste con el viento, de forma intempestiva e
inesperada, del mismo modo en que me dejarías más tarde.
Al verte, sentí una punzada en el
estómago, me enrojecí porque creí reconocerte en algún lugar de mi misma. Tuve
la impresión de que hablábamos un mismo idioma, un idioma que nadie más
entendía y por un momento la ciudad se detuvo, las luces se apagaron y solo te
veía, te veía a ti: mojado y sonriente, con una mirada cristalina y huidiza,
como de quien quiere pero teme mirar, alguien que se preserva… Siempre me
pregunté si tú sentiste lo mismo, si te diste cuenta de que en esos instantes
solo existíamos nosotros dos en aquella calle bulliciosa y llena de luz.
Todo parecía fluir de forma natural,
tu voz, nuestras palabras, los ojos que no dejaban de buscarse… Ya me estaba
enamorando.
Desde entonces, no dejaste de
querer estar conmigo, tanto que acabaste en mi casa un par de días después. Casi
no te conocía y ya sentía que formabas parte: compartíamos recuerdos, reíamos,
nos besábamos, hacíamos el amor, comíamos, hacíamos la compra… cada cosa que
hacía contigo era diferente a todo lo que había hecho antes y tenía que parar y
respirar hondo para que no me temblaran las piernas.
Sin embargo, aunque todo nos
unía, aunque el destino nos acercaba cada vez más, a veces tú no te mostrabas,
te escondías, frenabas una y otra vez mis sentimientos cuando se aceleraban… Yo,
mientras tanto, apenas podía observarte a lo lejos, ver cómo te alejabas
apretando los dientes y encogiendo mi corazón en el pecho.
No puedo olvidar la noche que nos
besamos, mientras fingíamos ver aquella película que en realidad nunca vimos. Yo
sentía nuestra ansiedad, el calor de nuestra cercanía, las ganas de tocarnos…
pero tú no hacías nada, solo mirabas la pantalla tenso y silencioso. Acabó la película,
te quedaste inmóvil sobre la cama, boca abajo, solo mostrabas parte del rostro,
un ojo que me observaba con miedo, el otro escondido. Entonces sentí por
primera vez tu miedo a amar, el daño que te habían hecho… Alargué mi mano hacia
la tuya y acaricié suavemente tus dedos: estaban rígidos y cerrados pero se
fueron abriendo lentamente. Te dejaste acariciar y casi sin darme cuenta te
sentí encima de mí, me habías dado la vuelta, preferías que estuviera de
espaldas a ti, que no te descubriera mientras te mostrabas desnudo y sin
antifaz. Me sorprendiste con un calor que inundó todo mi cuerpo en un instante,
tus besos eran escasos y cortos, besabas como alguien que teme ser tragado,
devorado en el beso, alguien que teme desaparecer en el otro.
Sentías que no tenías nada que
dar, quizá incluso que no eras nada y me pregunto durante cuánto tiempo
vivirías pensando eso sobre ti, quién te enseñó a dejar de verte y por qué
nadie te ayudó antes. Ahora ya no sé si es tarde, si alguna vez te volveré a
ver o si todo aquello que nació entonces entre nosotros quedará para siempre
como un recuerdo incierto, un lienzo inacabado, una noche lluviosa y eterna como
aquella en la que nos encontramos y nos volvimos a perder.
El dolor pasará con el tiempo,
sí, pero yo nunca olvidaré a ese chico que arrastraba una pena y que, sin
saberlo, quería amar pero no podía por sentirse inexistente.
Alba Seoane