Publicaciones:
El Mar de Venus. Editorial Hijos del Hule. Barcelona (2010).
Ferro, el Muñeco de Hojalata que Quería ser un Niño con Corazón. Ediciones Gentle Noise. Barcelona (2011).
La Habitación de los Pájaros. Premio Relatos Románticos (2012). Publicación en antología Ese Amor que Nos Lleva, Ediciones Rubeo. Barcelona.
Microrrelato. (Antología). Epidermis. Barcelona (2012).
De tu boca, el despertar (poemario). Ediciones Carena (2013, Barcelona).
Todas las primaveras son pecado (poemario). Ediciones Carena (2016, Barcelona)


martes, 18 de octubre de 2011

Exilio forzado
Como traductora y escritora vocacional me había acostumbrado a mi irremediable situación de mileurista, e incluso me sentía agradecida por poder al menos pagarme el alquiler.
Vivía en Barcelona, en una minúscula habitación sin luz, pero cada día me animaba pensando que el día siguiente sería mejor, que quizá conseguiría publicar más, traducir más…
Sin embargo, cuando llegó la crisis, sucedió todo lo contrario, cada vez perdía más clientes, las empresas con las que trabajaba cerraban, y la editorial que acababa de publicarme uno de mis cuentos infantiles me decía que no tenía dinero para publicarme nada más.
Se cerraban todas las puertas.
Los días pasaban, sola en mi pequeña habitación hacía las cuentas para averiguar cómo podría pasar los próximos meses. Me sentía asfixiada, vacía de sentido…
De nuevo, empecé a pensar en marcharme, quizá en otro país podría llegar a ser lo que no había conseguido ser en el mío.
Pero acababa de llegar de Brasil, donde había estado perfeccionando mi portugués y haciendo pequeños trabajos, y no sabía si quizá era demasiado pronto para volver a marcharme.
Aun así, siempre me había costado esperar de brazos cruzados, tenía que hacer algo para que no me faltara el aliento al respirar, necesitaba volver a sentir que estaba viva.
Como tampoco estaba casada ni tenía niños a mi cargo (muy a mi pesar), no me costó demasiado tomar la decisión y lanzarme al vacío que significaba empezar de cero en un nuevo país desconocido.
Elegí Estambul, Turquía, porque al fin y al cabo ya había estado allí en dos ocasiones y no era tan desconocido para mí.
Además, la gente turca me enamoró desde el primer instante en que llegué al país, me asombraron con su amabilidad y la ayuda incondicional que siempre te brindaban, vinieras de donde vinieras.
La segunda vez que fui, lo hice de la mano de mi gran amigo G. que me acogió en casa de su familia, y tuve la fortuna de vivir una semana con una familia kurda y aleví donde fui tratada como una más.
En realidad, fueron ellos y el recuerdo de todo aquel cariño lo que me ayudó a decidirme.
Cuando descubrí la enorme demanda de profesores de idiomas que había en Estambul, no me lo pensé dos veces y compré mi billete.
Y ahora que llevo cinco meses viviendo aquí, tengo que admitir que aunque sigo soñando con volver a mi país, formar familia y tener por fin una cierta estabilidad en mi vida, hasta ahora aquí no me ha faltado el trabajo, tampoco la ayuda ni el aliento, y no podría estar más agradecida a la gente que se ha ido cruzando en mi camino.
He logrado aprender algo de turco, un idioma que al no ser de origen indoeuropeo nos resulta especialmente difícil a los extranjeros que, como yo, intentamos aprenderlo.
También he descubierto que somos varios los españoles que vivimos aquí, cada uno por diferentes motivos, pero todos con un mismo sueño: encontrar algo mejor.
Podría hablar de B., un asturiano de mi edad que lo ha arriesgado todo para montar aquí su propia empresa, pidiendo un crédito en España y haciendo todos los trámites necesarios en Turquía, con todos los quebraderos de cabeza que eso conlleva.
F. que tiene 28 años, es de Madrid, trabaja en la Cámara de Comercio y vive solo en un pequeño estudio. Aunque se siente satisfecho con su trabajo, desea, como la mayoría, volver a España, pero tiene miedo de no encontrar trabajo, y por eso se plantea la posibilidad de aceptar la condición de expatriado.
También he conocido a un par de chicas de mi edad con una situación personal muy parecida a la mía… Llegar a los treinta sin familia y con un futuro incierto puede resultar tan amargo que desees escapar.
Creo que mañana iré a la gitana del bar de la esquina para me lea el futuro en los posos del café, al menos me consolará pensar que, aunque incierto, el futuro existe.

Alba Seoane

domingo, 18 de septiembre de 2011

Real Persia


No hay mayor riqueza que el conocimiento, y sin embargo, la ignorancia es el mejor atajo para llegar a la felicidad. Afortunados los necios que, sin preguntas, siguen la ruta del ganado y comen apaciblemente del pienso que se les suministra.
Pero no les des educación, porque entonces, no habrá religión ni patrón que pueda gobernarles.

Amor que se respira

- Ábreme el pecho, estréchame el corazón entre tus manos, con fuerza...

Pero no, tú me despiertas con un beso pensado, y yo giro la cara con la sinceridad instantánea que despierta el sueño.

¿Cuándo dejé de existir?

Solo deseo ser aire para respirar tu viento. No me acaricies el pelo, ni me digas "Te Quiero", solo déjame volar libre en tu cielo, devórame con tus ganas y tu verdad.

Dame el mundo, el océano, la sonrisa en tus ojos...

Quizá entonces, yo te lleve lejos conmigo, en todas mis muertes e infiernos, como una flor de arena en la solapa.

Quizá entonces celebre todos tus aniversarios y aprenda a sonreir con un clavel entre los dientes.

Alba Seoane

Trocitos de mi piel de gato: cómo asusta la libertad

Hace tanto que no te escribo que las palabras se me pierden esta noche en la luna llena de Estambul.

Quiero llenarte de poesía y sentido, porque... Qué sentido tiene el sentir tanto si te cuelgan de los pies y no tocas el suelo.

Soñar no es fácil cuando despiertas.

Y hoy pensaba en el porqué: por qué aquí y no allí, por qué si los niños siguen jugando en mi calle el tiempo a veces se para.

 Por qué la mezquita aún canta a lo lejos, dueña de nuestro silencio y nuestra voluntad. Prefiero ser el perro que, sin collar, se rasca ajeno las pulgas.

Por qué siento este impulso salvaje de romper todas las puertas, arrancar todos los velos, correr desnuda a cuatro patas. Quiero ser el animal que sobrevive y no entiende de felicidad.

Por qué me siento más turca que todas las turcas, y quiero bailar descalza bajo su media luna.

Por qué es tan bonito lo que no se controla y yo me empeño en ser controlada, con un bozal entre los labios.

¿Será que lo llevo escrito en mi vagina histórica de mujer resignada?

¿Será que resucitar y levantar el rostro mil veces no es aún suficiente?

Mujer, alza el vuelo, no escondas la cara porque la mirada sea cobarde, que tu cuerpo da vida a los que, necios, tanto lo temen, y la vida no se esconde.

Desnuda el pecho al que amamantas, ofrece tu sustancia más sincera y tu mayor tesoro.

Engendra el mundo de nuevo. Un mundo de hombres-mujeres con un mismo corazón.

Sin miedo.

Alba Seoane

jueves, 21 de julio de 2011

IMPRESIONES
El barco que zarpa soltando un quejido, a lo lejos.
Las voces que conversan cercanas, que venden, que ríen, que sueñan…
La acidez de las olivas verdes y tempranas;
La dulzura gruesa y tosca de las guindas en la boca de mar.
La mezquita canta al viento, se tiñe de sol con el ocaso.
Los gatos susurran, misteriosos y llenos de ciudad, la historia en sus ojos.
Olvidan el tiempo, inventan la sonrisa.
Estambul, quiero recorrerte con mi andar felino, o quizá desde el cielo.
Los pasos no bastan ni entienden de amor.

Estambul 2011

viernes, 1 de julio de 2011

VUELVE, RECUERDO
Vacío, desasosiego, calma, muerte, eternidad, silencio, agujero, infinito, tiempo, inerte, sentido, palabra, hueca… Verdad, ¿qué verdad? Yo no tengo, yo te tengo, solo. Sola.
Camino, ¿qué camino? Yo voy sin senda ni destino.
Aquella habitación… A oscuras, te busco y te olfateo en el invierno de mi memoria.
Vuelve la habitación al abismo de mi recuerdo. La inclemencia del hogar y la lumbre.
En la calidez no hay salvación porque no cabe esperanza ni miedo, y yo quiero temer para así salvarme.
Por eso, saldré al vacío, con los ojitos ciegos de luz.
Porque prefiero tu muerte calma y sólida a tu sepultura amarga, y mi vida es además muy poca para quererte tanto mientras te ausentas.

Alba Seoane

sábado, 25 de junio de 2011

EL HIJO DE LA FRUTERA
Decían las malas lenguas que Doña Mercedes, la frutera del barrio, hablaba con su propia vagina.
Aunque dicho acontecimiento pudiera parecer un desatino, afirmaban los que bien la conocían que sí, que era cierto: Doña Mercedes mantenía largas y distendidas conversaciones por debajo de su espalda.
A sus cincuenta y cinco años, la señora de las frutas, decía que en su interior crecía un niño desde hacía años, y esperaba pacientemente su nacimiento colmándolo de mimos y atenciones, como si ya fuera niño de pañales y vida recién vivida.
Cada mañana, la Frutera cogía un yogurt, una cuchara, y se la introducía fría en la vagina susurrándose con la mirada gacha: -“mi amor, abre la boquita”-.
A continuación, le limpiaba los restos, le dedicaba una nana.
Y así, Mercedes vivía feliz, cuidando con esmero de su primogénito, tan querido y tan engendrado; porque según la Frutera, un día ese niño nacería, acallando las pérfidas y descreídas lenguas del barrio, de todos aquellos que tanto dudaron de su procurada gravidez. El mejor fruto de la Frutera nacería buen mozo, bien criado, y todos en el vecindario envidiarían su concepción, tan reciente y madurada.
Al anochecer, Mercedes cerraba la frutería, paseaba hasta el puerto y se sentaba con el vientre desnudo frente al mar, cantando canciones de amor, mirando a la luna.
Sin embargo, un aciago día, la tienda de Doña Mercedes permaneció cerrada, el barrio se quedó sin frutas.
Y es que, un tres de marzo, cuando Mercedes se disponía a alimentar su sexo y su anhelado hijo, estos cerraron la boca despiadada, no secundaron la maternidad altruista y bien intencionada.
Fue entonces cuando la Frutera encogió el vientre, sintió una punzada aguda, el hijo ya no estaba, no abría la boca el mal nacido. Mercedes sintió el sexo menguado y sin sentido. Cayó al suelo, se arrulló y se achicó con el llanto, recogió su cuerpo en un suspiro de madre olvidada. Ya no vendió frutas la Frutera.
Pero al pueblo ha llegado un forastero, alto y apuesto, buen mozo y buen frutero.

Alba Seoane


viernes, 24 de junio de 2011

ESTAMBUL

Desde mi ventana, me cantan en lo alto las gaviotas blancas. Estambul se muestra, coqueta y cercana, mientras yo descanso en su regazo, me entrego y la amo.
Su gente se alboroza sonriendo al destino en las aceras, se llama a gritos desde el balcón soleado.
A lo lejos, la media luna me saluda orgullosa ondeando al viento.
¡Ay Estambul!, madre de mil vientres es tu tierra y tu vida, tu gente y tu historia.
Oriente y Occidente se estrechan la mano en ese mismo océano que las separa, donde nosotros, hijos de este tu mar, compartimos un mismo destino sin fronteras.
Quiero unirme a la gaviota, desplegar mis alas para acariciar tu viento; quiero besarte desde el cielo y recorrerte en mi vuelo sin tiempo.

Alba Seoane

sábado, 4 de junio de 2011

UN LUGAR
Al preguntarme acerca de mi lugar ideal comencé a soñar con un bosque espeso y selvático. En él se concentrarían las especies animales y vegetales más variadas, adaptadas a un clima cálido y fresco de lluvias suaves e intermitentes.
Su naturaleza es tan rica y tan sabia que el ser humano no necesita hablar para evolucionar o subsistir: un simple sentir basta para que ella se ofrezca maternal y generosa.
Hombre y mujer no existen como tal, existe solo la especie humana, porque la división de género dejó de ser necesaria a causa de la unión y consiguiente asimilación de los sexos.
El ser humano es un bípedo bisexuado con dos corazones y un solo hemisferio cerebral.
El Amor es el dios que rige su universo, y como tal es eternamente venerado por todos los seres vivos, e incluso por aquellos inertes que, como el agua, le dedican dulces melodías al pasar.
Todo se hace por el Amor y la felicidad que éste conlleva, porque dicha felicidad genera en los seres el alimento, que siempre es abundante.
Aquí, en mi lugar, el Amor no es excluyente. Un día, alguien dijo que solo se podía amar al de su propia especie; sin embargo, cuando estas mismas especies dejaron de amarse, surgió el pleno Amor en la tierra, que se inflamó de vida.
Y ahora, el ciprés ama al caballo, el pájaro ama al viento; el ser humano ama al tigre, al leopardo, al ser humano… Y así indefinidamente.
El alimento lo proporciona cada uno de estos seres a partir de sí mismo, porque siempre hay una parte que no necesitan y pueden regenerar convirtiéndola en otra cosa.
El espacio no es jerárquico: ninguna especie predomina.
La muerte en sí no existe, existe el paso y la transformación; de modo que todo es nacimiento y vida.
La gravedad es solo una opción: los seres pueden elegirla o no, al igual que pueden observar lo que acontece más allá del cielo, porque no hay límites ni horizontes en la mirada, y por ello su comunión con el universo es absoluta y cósmica.
En ese nuevo mundo, yo sería un ser humano más, con dos sexos y dos corazones, levitaría desnudo acariciando cada hoja, cada piedra… En especial, amaría al árbol y al caballo, por ser seres de tierra y yo de agua. Aunque también amaría al pájaro, al viento, al sol y a la luna, con quienes me fundiría cada día en una cópula mágica y silenciosa.
Mi casa sería el árbol, que me cobijaría entre sus raíces en las noches de lluvia.

Alba Seoane

REFLEXIONES SOBRE EL DESIERTO

Leyendo sobre el desierto y sus misterios, recordé mi propia experiencia en aquel espacio tan vivo e inerte.
Había escrito dos monólogos sobre el desierto, y sin embargo, ahora puedo comprobar que me dejé demasiadas cosas en el tintero, o mejor dicho, en la vivencia no reflexionada.
Creo recordar que entonces hablé sobre la contrariedad de la ley del desierto, sobre su todo y su nada, tan distintos en apariencia y armónicos en conjunto. Sin duda, esta sinceridad me conmueve.
El orden natural de las cosas me instruye acerca de mi propia ignorancia sobre el sufrimiento y la vida, que como tal apenas es vida. Porque, en el ciclo solar de las arenas, sentí que, en realidad, mi dolor nunca había existido, tan solo fue pensado, y la revelación me sobrevino con alegría.
El paso firme de los nómadas y su mirada serena interrogan todos mis miedos. Sin hablar, te muestran el camino, y no puedes sino seguirles, en silencio y con la mirada expandida sobre su horizonte infinito.
Porque su camino es infranqueable, en él no caben fronteras de tanta amplitud; y este albedrío, no puede sino encoger y asustar a alguien como yo: hija de urbe y murallas tiránicas.
Descubrirse ante un mundo real y hasta ahora incógnito no es fácil, como tampoco es fácil reconocerlo. Te sientes desnuda de todas tus verdades, que ahora se diluyen en la arena; sientes que Verdad solo hay una, y tú has estado tan lejos… Te preguntas si no será demasiado tarde para despertar del mal sueño, para volver atrás y rebautizarte como ser humano; si quizá ya estarás destinada a seguir existiendo a partir de ese artificio que siempre fue tu vida.
Y es que incluso el tiempo del desierto es otro, eso también me lo enseñaron sus silencios: son los ciclos de sol y de luna, la fluidez imprecisa y cambiante de la arena en el viento; porque descubrí que vientos hay muchos, tan solo es preciso entenderlos.
Los nómadas nacen con un mapa trazado de arena sin confines, tan antiguo como la propia tierra.
Ahora quiero hablar de la noche…
La noche en el desierto es mágica y eterna, cada noche es única e igual a todas.
Algunas son coléricas e impetuosas: el nómada se resguarda en la tienda, respeta el enfado del viento, espera paciente…
Otras son suaves y gentiles, y es cuando todos se atreven a soñar bajo su cielo estrellado; porque la arena fluye como una caricia de seda, los planetas pasean alegres y silenciosos, de la mano, arrullados por el solemne canto de la luna, llena y grávida de mil estrellas.
No puede haber sueño más profundo.
No puede haber plenitud más deleitable.
Quiero conservar la mirada de aquel encuentro, el mismo resollar ingrávido.
Quiero volver a perderme y encontrarme en el fondo de mi única Verdad.

Alba Seoane

viernes, 13 de mayo de 2011

Aquel día
Aquel día, la oscuridad del ocaso extinguió la mañana. Nunca más volvió a despertarse el Sol.
Las guerras, el hambre, la ambición… Los hombres destruían lo que las mujeres luchaban por recuperar, con su llanto y su amor.
Sin embargo, el dolor tenía más poder, siguió prevaleciendo. Porque en ese mundo así estaba pensado. Y las mujeres, mientras tanto, poco más podían hacer sino llorar, con el corazón maltrecho entre las manos.
El cielo se tiñó de un violeta espeso y velado, ennegrecido y difuminado de brumas. Todos apuntaban al cielo, la boca entreabierta y los ojos abismados de silencio. El vapor de nubes condensó sus cuerpos, las miradas se perdieron en el gris uniforme de su espacio.
Y entonces, la tierra respiró aliviada: la Nada y la Paz volvían a abrazarla.
Poco después, una luz, una tenue luz clareando el cielo, y con ella se fueron dispersando todas las brumas, reapareciendo la vida en el horizonte:
Los niños. Los niños regresaban, ellos que durante tanto tiempo habían dejado de existir, de tanto dolor.
La Tierra los había engendrado de nuevo en su vientre, inseminada de todas las lágrimas de madre con las que un día brotaron sus únicas flores.
Ahora, los niños, al fin buscan su camino, se reconocen con los ojos llenos de luz entre los primeros indicios de vida, la mirada despierta. Se saben uno, porque han aprendido, y van cruzando sus pasos hasta encontrarse.
Tendrán que empezar algo que nunca existió, y lo harán de la mano, con las caricias del Sol y los susurros del viento, un viento nuevo que les acompaña.
Alba Seoane

jueves, 28 de abril de 2011

MONÓLOGO DE UNA MUERTE
A tantos metros bajo tierra y aún creo escuchar los latidos de mi corazón.
Aquí, la vida microscópica llena todos los recovecos de mi cuerpo, dándome una nueva vida y consistencia.
Recuerdo: el mar enfurecido, la tormenta; soltaste mi mano, yo te buscaba con los ojos llenos de pena, una vez más…
Seguí tu rastro en la arena, gritando tu nombre al viento, con mi amor sin destino entre las manos.
Solo el eco de tu silencio me respondía.
Un pie que se adentra en la orilla, los cabellos empapados de lluvia, la mirada perdida. Creí que allí te encontraría, Amor.
El mar es tan dulce cuando se enfada. Ya casi te veo. Un poco más. Dentro, dentro…
No sabía que se podía danzar con las olas.
Una larva ha anidado en la cuenca de mis ojos, quizá en poco tiempo sea testigo de su procreación.
Yo también quise ser madre.
Recuerdo: “me siento el vientre vacío, Amor”, te dije una noche. “Necesito más vida de la que tengo”.
Giraste la cara, olvidaste la sonrisa. Musitaste algo para tus adentros.
“Y cómo voy a seguir sosteniendo un amor que no se comparte ni continúa”. “¿Tenemos continuación?”, susurré a tu oído con el pecho encogido.
Callaste.
Ahora al fin soy madre, ahora que no debo arrastrar mi cuerpo ni mis ganas.
Porque observando mi propio espacio en esta tierra tan llena de vida, aprendo.
Aprendo que como todo lo que me rodea yo también seré de nuevo: una hormiga, una flor, un grano de arena…
Porque la Tierra es demasiado madre para olvidarme. Porque ella es eternamente fértil, cíclica.
Madre de mil vientres, que a todos acoges en tu seno infinito.
La vida es demasiado vida para simplemente desaparecer.
Ojalá hubiera sabido todo esto antes, cuando la muerte era mi mayor angustia.
Ojalá hubiera entendido que este es el mayor y más simple amor que puede haber en mí.
Recuerdo: que mi cuerpo fue cuerpo de piel y huesos un día. Sobre todo, aquella noche, cuando embriagados por el vino caímos al suelo, enfurecidos de sexo. Nos rasgamos la ropa, nos mordimos con los ojos, las pupilas dilatadas, lamiendo cada rincón, cada pedazo de piel.
Yo lloré de alegría, tú gritaste mi nombre clavándome los dedos en la espalda.
Y entonces, entonces supe lo que era el deseo en mi carne.
Aún puedo recordar, sí, y creo que eso nunca acaba. El recuerdo nunca se extingue porque pertenece al alma.
Ya casi no me veo, allí donde estaba, en la tierra. Hoy empezaron a nacerme alas, he comenzado a volar.

Alba Seoane


El que me guía…
El señor del desierto, su guardián, guía mi camello, mi vida…
Le observo, me agarro a su túnica azul con los dientes. Me entrego.
Llévame, señor desértico, con ojos de luna y la danza de tu viento en los pies.
Guía mi paso con la fuerza de tus piernas, enraizadas en la arena de tu infancia, alimentadas por el eterno sol que te acompaña.
Tu camino parece tan seguro e infinito que te temo.
Pero te sigo… Sí.
Arráncame la piel de arena con las uñas, prefiero el manto estrellado de tu cielo en mis noches.
No me encuentro el cuerpo entre tanta verdad.
La Verdad es Muerte, sí, pero esta muerte y no otra. Porque la muerte es tu desierto, señor guardián, señor amante de estrellas, y tú la posees sobre tu camello y mi cuerpo de ave.
No quiero seguir pensando lo que en realidad no Eres, porque prefiero el Ser, señor Viento, señor Guardián, señor Camello. Esparcida en la arena, invisible en tu cielo, amamantada por tus mil soles y lunas.
Solo te pido… Vuelve a mí algún día. Permíteme ser Verdad y morir con una sonrisa verdadera en los labios: de sol y de arena.

Alba Seoane
Me llaman Desierto
Un bramido ahogado a lo lejos, los camellos dejan su huella en mi camino de arena,
Mientras yo, envuelta de silencio, me cubro el rostro melancólico con las manos.
Desierto, eterno desierto, siempre estuviste en mí.
El desierto no es sino muerte, dulce y placentera. Como un sueño profundo que nunca acaba.
Ahora, muerte, ya no me asustas, porque este todo tan vacío llena mis miedos y ausencias.
Porque entre las dunas nada perdura, todo fluye y se desvanece, en el aire…
Arena que acaricia: mis ojos, mis manos, mis senos, mi sexo…
Quiero librarme de todas mis ropas y engaños, ofrecerte lo que soy y aún no reconozco: piel, carne, sonrisa, amor y deseo. Desnuda en tu viento. De tanto que te he añorado, mi desierto.
Nada más importa, solo las sombras de mi camello en tu cuerpo ondulado, la ingravidez de lo sólido que hay en ti…
Te envidio, sí, y te quiero.
La senda de mis ojos se pierde en tu horizonte infinito, mientras camino con las piernas de mi camello, a cuatro patas, arrastrando la mentira de un dolor en los cabellos, hundiéndome sólida en tu tiera
Me siento tan húmeda, tan viva y tan muerta. Tan seca en mi memoria.
Este es mi desierto, mi alma de arena y silencio, en el eco de mi propia inexistencia. Libre al fin.

Alba Seoane

jueves, 14 de abril de 2011

POSTALES DE VIDA
SIN DESTINO

04-julio-2005 Londres, Reino Unido

Amor mío, esta mañana me he despertado con el sabor de tu boca en los labios. Un sabor un tanto impreciso e indescriptible. Porque me hace pensar en la amargura del café y la textura del trigo. Y por eso sé que es tuyo, mío…
Por eso sé que aún lo espero, bajo esta lluvia de verano eterna, que moja las calles vacías de Londres y de vida.
Solo puedo sentir, sentir la caricia de tus manos en el viento, tus susurros en la lejanía de las voces ajenas, tu presencia en mi ausencia presente… ¿Cuándo vendrás a por mí, mi amor?
Yo también quiero dejar de soñar: amarrarme a tu cuerpo con todos mis brazos, hundirme en tu silencio y tu verdad. Te amo, sí, porque no sé amar, y porque solo conozco la teoría del amor.
Sin embargo, sé que quiero comerte la carne, poco a poco, clavar mis dientes en tu ombligo, hundirme en tus entrañas… Chuparte la vida con mis ganas.
Espera, espera… No puedo esperar más, quiero salir desnuda a la calle, correr con la boca abierta, tragar tu lluvia, ahogar en ella mi lengua; entregarme a esta ciudad, exponerle mi sexo abierto y melancólico, sin vergüenza, meu amor.
Pero voy a dejar de escribirte, mi amor, al menos por un tiempo, porque el pudor empieza a consumirme y yo, yo necesito vivir sin tener que buscarte. Mis noches parecen cada vez más largas, mis mañanas menos mías, más tuyas… Necesito desvestirme frente al espejo, apretar la imagen de mis senos con fuerza, recordar que sigo aquí, aun habiendo dejado de recordar.




04-julio-2010 Sao Paulo, Brasil

Buenos días, mi amor, sí, sé que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te escribí, pero he necesitado ese tiempo para encontrarme y seguir buscándote.
Tus pasos me han traído hasta aquí, alejándome de mi pasado y tus recuerdos. Sin embargo, ¿por qué sigo recordando? Vine para olvidar, pero te sigo escribiendo.
Aquí los veranos son tórridos, la piel se siente como una gruesa cáscara donde arden los sentidos, las sonrisas se transforman en muecas espantosas, y los gestos, bajo este sol, parecen mucho menos amistosos.
¿Y tú? Me pregunto dónde estarás, qué estarás haciendo. Yo, la mujer del espejo, me sigo despertando con los senos entre las manos y ese sabor tuyo a café y trigo en los labios, cada mañana… Sigo tocándote en el viento, divisándote en todos mis horizontes. Ya no sé por dónde más seguirte, mi amor. Qué país, qué tierra, qué cielo recorrer; qué manos, pecho o vientre te dibujan. Dónde te he podido perder, cuándo.
Se escucha un llanto a lo lejos, creo que es el mío.
Seguiré buscando.




5-julio-2012 Estambul, Turquía


Amor, ayer olvidé escribirte. Es que los tulipanes ya han florecido en Estambul, y la música inunda las terrazas de sentimiento. La gente sonríe, baila… ¿O soy yo la que está bailando?
Y esa melodía… No podría escribirla, solo cantarla. Aquí los ojos tocan, y las miradas acarician, pasean de la mano.
Tengo que hablar de esta sensación: siento haber estado aquí alguna vez, o tal vez siempre, pero el caso es que aquí me encuentro, volviendo atrás en el tiempo, yo que tanto quería olvidar.
Quizá se trataba de seguir el camino inverso de nuestros pasos, yo, tú, amor.
Ayer navegué por el Bósforo, en medio de dos grandes mundos, buscando el mío. El navío se detuvo, la bandera turca ondeó al viento, una gaviota me entretuvo con su vuelo.
No voy a seguir escribiéndote, porque prefiero vivirte, Amor.

Alba Seoane







martes, 29 de marzo de 2011


DIARIO DE UNA SEMANA

Miércoles-jueves
Como cada miércoles, salgo de la clase de escritura más tarde de lo habitual. A decir verdad, ni siquiera recordaba a qué hora salíamos. Qué le voy a hacer, cuando algo me apasiona pierdo la noción del tiempo.
Sin contar que nunca llevo reloj en mi muñeca y que mi noción del tiempo es tremendamente subjetiva.
Pero, sí, se lo prometo, señor Papel, intentaré pisar tierra firme de vez en cuando… La verdad es que aún no sé muy bien cómo abordar este diario, pero me gustaría que no se convirtiera en un monólogo interior. Sin embargo, querido señor Papel ¿qué puede ser sino un monólogo?
Aquí la única que habla soy yo ¿no?
Tampoco me interesa relatar la cotidianeidad, y menos la mía, la de sobra conocida; o al menos, podría mencionarla decorada, sazonada de sal y pimienta literarias: un poquito de fantasía por aquí, otro poco de ironía por allá…
Quiero hacer de mi cotidianeidad un arte y una poesía.
Viernes
A las nueve de la mañana suena el teléfono, dejo el café recién servido, respondo: al otro lado suena la voz ronca de mi jefe.
Acepté el servicio, se trataba de una interpretación en Dgaya, el centro de servicios sociales de Barcelona. Recordé que ya había interpretado allí años atrás, en varias ocasiones, y que incluso, cuando me quedé sin trabajo, llegué a enviarles mi currículo, obteniendo un “no, pero gracias” como respuesta.
Cuando llegué me encontré con un muchacho africano más alto que yo y una abogada que me decía que era a él a quien tenía que interpretar. El gran muchacho de piel oscura y aire abatido era de Gana y hablaba inglés, se llamaba Mohamed y decía tener 17 años. De hecho, su edad era el motivo de mi presencia allí, porque aunque en su pasaporte pusiera que Mohamed tenía 17 años y estaba a punto de cumplir 18, un médico y unas pruebas óseas afirmaban lo contrario; y como consecuencia, el pobre Mohamed, que hasta ahora había sido siempre bien acogido en diferentes albergues para menores, no contaría más con el amparo de la ley.
Porque Mohamed, a pesar de lo que decía su pasaporte, ya no era menor: había cumplido la mayoría de edad en cuestión de días.
Como siempre he querido trabajar con inmigrantes, y quería saber más sobre el funcionamiento de los llamados “servicios sociales”, me ofrecí, después de la interpretación, para acompañar a la educadora social y al muchacho a un centro asociado de la Cruz Roja.
Allí informarían mejor a Mohamed sobre su situación actual y le darían cita para comentar su caso con una trabajadora social.
Cuando llegamos, las empleadas del centro nos informaron de que la Cruz Roja no podía acoger a más gente, y que ellas no podían hacer nada al respecto. Pero le dieron un montón de papeles con direcciones para “aligerar” la indigencia: comida y cama gratis. Además de concederle una cita con la trabajadora social para dentro de dos semanas; es decir, para cuando Mohamed ya se hubiera iniciado en la indigencia, y hubiera perdido todos los papeles, todas las direcciones…
Atónita, observo la situación, el escenario dantesco de algo que no consigo entender: la educadora social con cara de quien ya sabe y se resigna, las dos empleadas felices por estar dando todos esos papeles y esa ayuda al “pobre inmigrante”… Y todos muy contentos por estar representando el papel asignado, por estar jugando al juego de quien finge pero no ayuda… Por un momento, me remonto a mi más tierna infancia, cuando alguna amiga me decía: “Alba, imagina que…” Pues eso, servicios sociales, vamos a imaginar que estamos ayudando a un muchacho que en realidad va a acabar durmiendo en la calle… ¿Podéis? Yo no puedo. Y como no puedo, quise ayudar de verdad, quise evitar que aquel muchacho acabara durmiendo en la calle, perdiendo la cordura como muchos o drogado como tantos otros.
Los lugares donde se podía dormir gratis estaban muy lejos entre sí, y las empleadas decían que probablemente no habría lugar para él. Entonces, les pedí que al menos llamaran y preguntaran si había sitio para que el muchacho no se recorriera toda Barcelona en vano. Pero no, la respuesta fue que “no les estaba permitido”, mientras la educadora social asentía con la cabeza mirando a Mohamed con aire lastimero.
Éste miraba al suelo y casi no respondía a nuestras preguntas, las empleadas me decían que “a lo mejor no estaba interesado, eso es todo”.
Al final, cuando le dieron el mapa-regalo de Barcelona y la educadora social se marchó con un “lo siento” y “cuenta con nosotros” forzados, Mohamed me confesó que estaba así porque en ese momento la vida para él ya no tenía ningún sentido.
Nos sentamos en un banco, cogí mi móvil y empecé a llamar a todos los números hasta que encontré un lugar donde podría dormir durante quince días. No me lo podía creer, Mohamed, saltó de alegría y me abrazó emocionado. Entonces, vino una de las empleadas y me dijo en voz baja, como en secreto: “Mira, no quiero desanimarte, veo muy bonito lo que estás haciendo por el chaval, pero en el pasaporte de este chico pone que es menor de edad y estos centros no admiten menores, él solo es mayor de edad para el centro Dgaya”.
Miré a la chica, incrédula y boquiabierta por un instante, pero enseguida le dije: “¿ah, sí? Pues, mira, creo que lo más fácil es llamar y preguntar”. Ahora que había encontrado un lugar para Mohamed no me iba a rendir así como así.
Curiosamente, llamé al albergue y el encargado me dijo que eso no era cierto, que de hecho acogían a muchos chicos como Mohamed, en su misma situación.
No había tiempo que perder, Mohamed cogió su mochila y corrimos hacia la parada de autobús. Durante el camino, el muchacho no paraba de darme las gracias, me contó muchas cosas sobre su familia en África: había perdido a sus padres y sólo le quedaban sus hermanos menores, su sueño era poder encontrar un trabajo en España para pagar los estudios de sus hermanos.
Llegamos a la parada, le expliqué cuál sería su autobús y le di mi número de teléfono, al abrazarle y desearle suerte me di cuenta de que todos nos miraban extrañados.
Entonces fui más testigo y consciente que nunca de nuestra ignorancia, y digo nuestra porque por supuesto la hago también mía. Yo también he estado inmersa en una lucha diaria con la rutina alienante, yo también he olvidado respirar hondo y mirar a mi alrededor, incluso más allá: atreverme a mirar a través de lo que se ve para ver lo que no se está viendo.
Pero supongo que el haber tenido que viajar tantas veces en busca de algo mejor: un trabajo mejor, un lugar mejor… Me ha convertido en una espectadora de mi propia historia y mi propia realidad. He acabado escogiendo lo mejor de cada lugar e intentando aprender de lo peor. Con el tiempo he ido descubriendo que “el lugar lo haces tú”, y que sí, muchas veces se trata de un lucha continua contra el tedio e incluso la frustración. Pero, ese es nuestro precio, el precio de vivir en una sociedad acomodada y sustentada por el capital, donde unos pagan lo que otros gastan sin importarle a nadie. Hasta el día en que… el que paga eres tú.
Y lo más triste es que aquellos que miraban al muchacho africano desde arriba y a mí con estupor desde abajo, en realidad no veían nada, solo miraban y se murmuraban por dentro: “Eso no me pasará a mí, no, no soy yo, no soy yo el que paga”. Cuando, sin embargo, lo están viendo y lo están siendo sin saberlo, por una simple cuestión de perspectiva.
Porque todos somos uno, y el sufrimiento que causamos a ese otro ya nos está afectando, de otras maneras… Más sigilosas, menos sinceras.

Sábado
Hoy era el día del Tantra Yoga Blanco, Leonardo me había pedido que fuera su acompañante y a pesar de los 130 euros acepté la invitación. Se trataba de un festival bastante peculiar y me apetecía vivir esa experiencia. Llevo unas semanas practicando Kundalini Yoga, y aunque al principio me sentía con poco ánimo, quizá por la insistencia de Leonardo, con el paso de los días fui descubriendo una serie de cambios sorprendentes en mi cuerpo y mi energía, que se redobló.
El resultado fue que acabé asistiendo a las clases matinales con bastante regularidad y entusiasmo.
Para el Tantra había que elegir un compañero/a y practicar una serie de ejercicios de meditación destinados a purificar el cuerpo y la mente, liberándolos de tensiones, vicios, enfermedades etc.
Sé que suena a misticismo barato y eso fue lo que pensé al inicio, pero es cierto que acabé sintiendo emociones extraordinarias y acabé de nuevo atónita.
 ¿Cuál es la línea que separa la charlatanería de la verdad? Debe ser una línea muy delgada, casi imperceptible…
Volviendo al Tantra… Los ejercicios podían durar entre 15 y 60 minutos, siempre acompañados por melódicos mantras hindús para facilitar el estado meditativo.
En la India, se usan diferentes métodos para meditar, uno de ellos es la repetición de una serie de movimientos durante minutos e incluso horas.
Durante los primeros ejercicios, tenía serias dificultades para concentrarme: me daba la risa, miraba para todos los lados cuando no había que desviar la mirada del compañero, movía las piernas discretamente para evitar que se me durmieran… Sin embargo, poco a poco fui aguantando más en la misma postura y aquietando los pensamientos. Realmente, puedo decir que la sensación es indescriptible.
Además, la complicidad que se establece con el compañero/a es tal que olvidas que estás mirando fijamente a los ojos de otra persona, que llevas una hora agarrado/a a él/ella sin moverte… Porque llega un momento en que esa persona y tú sois una misma cosa, una “cosa” firme, férrea e inamovible en el suelo.
A veces, a todos nos daba la risa, de tanto silencio por dentro, otras nos sorprendía un llanto profundo y desgarrado, llegando de algún lugar lejano, casi olvidado… Y es que, según entendí entonces, ese era el objetivo: soltar, liberar, expulsar… Resolver lo inconcluso, lo que se arrastra…
Cuando tuvimos que mantener la postura entrelazando las manos alrededor del cuello del otro durante una hora, los ojos cerrados y las piernas cruzadas, de repente, me sobresaltó una idea, un recuerdo: pocos días antes de cumplir cuatro años, al escuchar que mi padre había muerto, y no querer entenderlo, sentí una gran angustia por no haberme despedido, una punzada en el estómago. Él ya no volvería a casa del trabajo, no dejaría nunca más su uniforme blanco, su gorra ni sus insignias sobre la mesa, y yo ni siquiera había podido decirle “adiós”, darle ese último abrazo, entendiendo juntos que sería el último.
Cargué el cuerpo sin vida de mi padre durante muchos años, a mis espaldas, no lo dejé marchar y lo mantuve con vida en la ilusión inconsciente de su regreso.
Su pérdida iba siempre conmigo, allá donde yo fuera, y el lastre de su ausencia desdibujó mi camino.
Sin embargo, ahora lo encontraba de nuevo, dentro de mí, en el silencio y el dolor. No pude contener las lágrimas, rompí a llorar como una niña, y por eso al escuchar aquel llanto desconsolado pensé que era el mío… Pero no, alguien más lloraba, con el eco de su propia historia.
Nunca olvidaré aquel llanto, que era el mío contenido, las piernas dobladas resistiendo un dolor que al fin y al cabo venía de las entrañas, el compañero que te limpia las lágrimas y te sostiene las fuerzas…

Domingo
Me he levantado muy tarde, sin fuerzas, el cuerpo todo dolorido… Mis sueños han sido más agitados que de costumbre; de hecho, he soñado que llegaba un tsunami a Barcelona y me he despertado toda escandalizada con mi osadía profetizadora…
Sin contar que desde ayer no he parado de… En fin, cómo decirlo, señor Papel, sin que suene demasiado vulgar… Cagar, y punto.
Y yo que me tomaba a broma lo de la “purificación del cuerpo” del día anterior…
En fin, parece que va a ser un típico y tópico día de domingo: pesadez en los miembros, ganas de arrastrar los pies por la casa y simplemente “no hacer”.
Y más hoy, con la confusión de lo vivido el día anterior y un montón de cosas en qué pensar: pensar, pensar, pensar… “Alba, piensas demasiado. Piensa menos, ¡actúa!”.
Vaya, tengo que ir al baño de nuevo.

Lunes
Voy un poco retrasada en mi diario, señor Papel, sé que se molesta cuando no le escribo, pero es que la vida me traga el tiempo.
Acabo de escribir lo que hice el domingo y ahora, a las 23:15 de la noche tengo que contarle lo que hice el lunes, es decir hoy ¿no? Sí, sí, hoy. ¡Uf! por un momento parecía de nuevo domingo.
Pues hoy he pensado en cómo iba a escribir dos días el mismo día, he buscado trabajo: sin éxito, he chateado por Internet con mis amigos de Estambul. ¡Ah! ¡Es verdad! Y me he comprado un billete para ir a Estambul, me voy el próximo sábado. Necesito animarme un poco, y creo que una semana en la siempre viva Estambul podría ayudar…
¿Me he precipitado? Bueno, si es así me da igual. Quizá después de ese viaje tenga mejores cosas para contarle.
Ahora acabo con mi cotidianeidad, aquella que dije que no relataría, sí. Y me voy a soñar un rato, espero que esta vez no sea con tsunamis ni nada parecido… Ya tuvimos bastante con Japón.


Martes
No, no he soñado con tsunamis, pero eso no me consuela ni alegra el día, que ya ha empezado mal: me han llamado para interpretar, pero mi teléfono estaba apagado. Anoche estuve escribiendo hasta muy tarde y esta mañana he dormido más de la cuenta.
El resto del día lo he pasado traduciendo y revisando emails. Mi mayor alegría ha sido la deliciosa tortilla de patatas que he sabido prepararme con esmero para el almuerzo. Aunque ahora ya tengo hambre otra vez.
La solitaria vida del que escribe: traductor, escritor… Y sí, es solitaria, pero no por eso prefiero trabajar en una triste oficina de lunes a viernes, 8 horas al día, haciendo algo que ni siquiera entiendo, sin saber para qué o para quién, bueno, sí, para quién sí: para aquel que se sienta en su trono y responde: “Cállese y continúe, señorita, recuerde que no está siendo productiva”. Producir, producir, generar, generar, un día, otro… ¿Y quién soy yo entre tanta eficacia sino una pieza más del rompecabezas?
Porque lo automático sólo puede disgustar. Lo automático es para los autómatas, sin carne ni hueso. Sin sueños, ni emociones, ni creatividad… Sin existencia.
Espero que un día el trabajo esclavizado, es decir capitalizado, desaparezca y quede obsoleto.
Entonces, quizá, la vida del que escribe no sea tan solitaria.
Mientras tanto, seguiré soñando con tsunamis y escribiendo lo que a nadie interesa.



Miércoles
Hoy solo tengo una poesía, escrita en el metro, de camino a alguna parte…
MATERIA
Necesito mi fusión con la materia.
Materia en el espacio contenida.
Materia que no llora ni siente.
Masa incorpórea, desmembrada y silente.
Su color es difuso y neutro, como el agua…
Y sin embargo, sólido, preciso…
Ansío su inexistencia, indolora y tácita,
en la presencia de lo humano,
que se deshumaniza.

Alba Seoane

FIN DEL DIARIO.
Tranquilo, señor Papel, no va por usted, no es una despedida.

sábado, 12 de marzo de 2011

LA ESPERA
Cuando aquella tarde de abril entraste por la puerta del bar, altanera y con paso firme, no pude evitar dejar enfriar el café para detenerte en mi mirada: mujer de ojos oscuros y aire inquieto, como de quien busca pero no encuentra, cuerpo liviano pero de generosas curvas, caderas que acogen y engendran.
Aparentemente retraída, con quizá un secreto o una pena sin consuelo entre las manos cruzadas, un misterio en cualquier caso. Mujer de sonrisa discreta en la boca pero risa explosiva en la garganta.
Te despediste de aquél que te acompañaba y que no parecía ser algo más que un amigo. Tomaste asiento frente a la barra, de espaldas a mi descaro y mi café frío.
Tamborileabas nerviosa, esperabas tu café que no llegaba y mirabas a tu alrededor buscando el contacto, perdida…
El camarero te sirvió el café con una disculpa en el gesto por la tardanza, le sonreíste mirando al suelo y enredando un dedo en el cabello rizado.
Pude adivinar tu perfil: una mirada de soslayo, un lunar oculto cerca del labio, insinuante… Una timidez desnuda y resuelta…
Ahora, veinte años más tarde, he sabido entender tu paso firme, paso que busca la tierra, sólida… la mirada etérea, el gesto distraído: un afán por la vida, un gran temor de la muerte, miedo a los finales, aunque sean felices… Los ojos que buscan lo que nunca acaba, en el infinito inherente de aquello que nunca existe porque no permanece.
Esa eras tú, la niña-mujer que no se conforma ni doblega, que quiere siempre saber más, vivir más, amar más, más, más…
¿Y yo? ¿Qué hay de mí en toda esta historia? Ahora pienso que he sido un mero espectador, aquél que siempre te ha seguido, a ti, desnuda y de espaldas, frente a la barra de un bar.
Porque a mí tú te me aparecías desnuda, sí, desnuda y melancólica, ausente…
Y no obstante supe aferrarme a esa distancia, tan tuya y mía porque así lo quise. Envidié tu transparencia, tus alas, tu estar y no estar: ser sin serlo… Los quise míos aun sabiendo que yo… Yo voy a ras del suelo, y lo toco, y lo siento…
Y esa fue nuestra historia, mi historia de Amor: un deseo, algo que de repente muda y desaparece, vapor, aire… Una espera, un anhelo, un eterno “ven”, sin respuesta…
Te tuve porque nos encontramos, nos besamos y un día me dijiste que “eras mía”. Y sin embargo, después de veinte años y desde este mármol frío con una foto tuya que no responde ni contesta, veo lo que siempre fui y no supe ser: un hombre, solo, sentado, en la mesa de un bar, el café frío, las manos vacías sobre la mesa. Un hombre que espera, espera lo imposible, lo inexplicable: que tus ojos distraídos no me miren sin verme, que tus alas no sean de pluma sino de papel. Que mi amor no haya sido y siga siendo, al fin y al cabo, una eterna espera en un bar.

Alba Seoane


lunes, 7 de marzo de 2011

Ah, Istambul!

LA VENTANA DE ELKA

El condón en el suelo como una rosa marchita, el olor a sexo impregna la habitación de Elka, y sus ojos, mientras tanto, se inundan de lágrimas bajo las sábanas.
De nuevo en aquella cama, en aquella habitación vacía sin ventanas desde donde Elka puede adivinar tan sólo su propio cuerpo, tan insignificante, abatido y desnudo.
De nuevo aceptando su derrota.
Elka se gira en un esfuerzo contenido por fingir lo que ya no existe, abraza a Hans dejando escapar un suspiro ahogado en su oído y enlaza sus piernas a las de él buscando lo que un día encontró. Sin embargo, una vez más, Hans permanece impasible, de espaldas a sus intentos y su frustración.
Elka mira a su alrededor: la estantería donde una mañana fría y lluviosa de otoño colocaron sus libros preferidos, mezclando los de ella y los de él en un intento más de acercamiento, en vano…La misma estantería en la que ahora sólo hay un par de libros de Hans, cubiertos de polvo y casi invisibles entre tanta oscuridad. La angosta ventana tapiada con tablones de madera, que Hans decidió colocar el día en que ella se marchó dando un portazo. -¡Nunca más!-dijo en aquel entonces Elka. Y sin embargo allí está de nuevo ella, maltrecha y desesperanzada, en aquel espacio vacío de sus vidas, un punto muerto donde el pasado se halla congelado y el futuro parece no existir.
Ahora la escasa luz de Hamburgo ya no entra en su habitación, el polvo y la indolencia de aquel espacio inerte guían sus vidas como único destino, y Elka se abraza a Hans sin fuerzas, con el hastío de la inercia en su boca.
Entonces, Elka prefiere dejarse transportar, cierra los ojos y desaparece en el infinito de su mundo fantástico. El olor a jazmín e incienso despierta todos sus sentidos, abre los ojos y ve su cuerpo desnudo sobre esa misma cama y en esa misma habitación. Pero ahora la luz lo inunda todo, su cuerpo está empapado en sudor y dorado por los rayos del sol de Turquía. Un viejo ventilador chirría girando incesante, las cortinas se mecen al ritmo de la brisa marina de Estambul, y Elka se remueve entre las sábanas buscando a ciegas, con sus manos, a Amir.
Se estrechan el uno contra el otro en un interminable abrazo, que sólo se interrumpe cuando Amir agarra su cuello con las manos para llenar de besos su rostro.
Amir le muestra Estambul desde el cielo: El Bósforo, el Puente Gálata, las majestuosas mezquitas tan llenas de historia…Todo parece menos grandioso desde lo alto, y Elka se agarra fuerte a su espalda por miedo a caer y despertar, por miedo sobre todo a separarse de él, -¡Amir!- suspira Elka.- Aquel con el que tanto había soñado, su rumbo, su destino, la mejor de sus historias.
Elka siente los latidos de su corazón por todo el cuerpo: en sus sienes, sus piernas, su alma… Su tiempo y espacio se concentran en ese único instante; y por un momento Elka olvida incluso que debe regresar, que deberá abandonar ese espacio y ese tiempo, ese rincón de su alma que sólo ella conoce y donde se esconde cuando simplemente quiere “no estar”.

Pero, esta vez, Elka nunca regresó. La encontraron una fría mañana de otoño, inerte sobre el suelo de su habitación en Hamburgo. Nadie supo explicar muy bien qué le sucedía, ni siquiera parecía realmente muerta: los ojos entreabiertos y una mueca a modo de sonrisa en su rostro. Sin embargo, todos coincidían, incluido Hans, en que fue ella la que, horas antes, había arrancado los tablones de la ventana y escrito en la pared con letras color carmesí:
“…Y todo por culpa de Estambul”.
Alba Seoane