Publicaciones:
El Mar de Venus. Editorial Hijos del Hule. Barcelona (2010).
Ferro, el Muñeco de Hojalata que Quería ser un Niño con Corazón. Ediciones Gentle Noise. Barcelona (2011).
La Habitación de los Pájaros. Premio Relatos Románticos (2012). Publicación en antología Ese Amor que Nos Lleva, Ediciones Rubeo. Barcelona.
Microrrelato. (Antología). Epidermis. Barcelona (2012).
De tu boca, el despertar (poemario). Ediciones Carena (2013, Barcelona).
Todas las primaveras son pecado (poemario). Ediciones Carena (2016, Barcelona)


jueves, 17 de febrero de 2011

El vacío que me recorre

Era mi primera noche en aquel piso. Cuando lo vi por primera vez no me percaté de su aspecto destartalado y sucio, tampoco advertí la falta de luz en las habitaciones, porque estaba oscureciendo y, sobre todo, porque tenía demasiada prisa por alquilar algo.
Una vez más, me dejaba llevar por mi apremiante instinto, que ahora me impulsaba a aceptar la oferta – “por cuatrocientos euros no puedo esperar nada mejor en Barcelona”-, pensé, mirando la moqueta descolorida y mugrienta. Resignada.
Pero aquella noche, sentí que la casa se desmoronaba junto con mi ánimo: los espacios me resultaban estrechos, las paredes pálidas y sin expresión, mi habitación claustrofóbica... Hasta el pobre de Eddie, mi gato, me miraba desconcertado –“¿por qué has alquilado este cuchitril, Susana?”-, parecía preguntarme.
Quizá sería porque había escogido la resignada soledad, la desesperanza del soltero que simplemente no quiere seguir intentándolo. Duele demasiado...
Pero lo cierto es que, una vez allí, las maletas deshechas y los recuerdos expuestos sobre el vacío de lo que estaba por venir y aún no existía: Frío y gris pavimento, quise no estar sola.
Me ceñí el vestido a la cintura hasta sentir mi propia respiración ahogada y me dispuse a llenar aquel vacío con los pocos retazos de mi vida que aún conservaba: mis piedras y minerales sobre la cómoda del dormitorio, mis acuarelas y pinceles en el armario, los dos acuarios en el salón. Los pobres peces habían soportado un largo viaje flotando en una bolsa de plástico, merecían un buen descanso.
Cuando por fin me senté en el sofá, me di cuenta de que estaba exhausta, me abracé a Eddie que ya se había acomodado en mi pecho y me quedé dormida.
Me desperté sobresaltada. Las dos de la mañana. De nuevo la misma pesadilla: me veo corriendo por un pasillo interminable, desconocido…
Fui hacia la cocina, necesitaba un buen té caliente, tenía las manos congeladas. La temperatura había bajado de repente, y mi cuerpo estaba entumecido.
Entonces escuché un “click”, y desde la ventana de la cocina vi mi dormitorio de repente iluminado. Me quedé inmóvil, paralizada por el terror de lo inexplicable.
Busqué a Eddie con los ojos, asustados, por la cocina, el pasillo… Ni rastro de mi única compañía. Lo llamé con voz temblorosa, pero sólo escuché el eco de mi propia voz envuelta en vaho y silencio de quien no responde.
Agarrándome a la pared fui caminando al salón, con paso incierto…
Una mirada, un destello. Una figura humana apareció, fugaz en las tinieblas de mi sombra.
Cerré los ojos, silencié mi corazón con el puño y eché a correr por el pasillo de mi sueño.
Corría, corría y escapaba de aquella aparición: humana, de aquella carne, de aquel rastro de vida ¿o acaso la seguía, sin compasión ni miedo?
Al final del pasillo, en mi habitación, los acuarios estaban en el suelo, sin peces… Perpleja y horrorizada introduje la mano en el agua turbia, pensando que debía tratarse de un error, un espejismo. Pero en el agua sólo yacía naturaleza, muerta: piedras, trozos de coral y algas. Nada que se moviera al tacto o se afectara por mi existencia.
La luz era intensa, cegadora, casi maquiavélica en su insistencia.

La luz era yo, la aparición la mía propia, los peces el gran equívoco de mi sombra.

Alba Seoane


martes, 8 de febrero de 2011

LUGAR
La vida es un suma y sigue y el lugar es la propia existencia
El lugar son todos los lugares y ninguno. El lugar no importa si tu presencia es solo de paso y si los pasos no dejan huellas.
Yo soy el lugar.
El lugar me espera mientras yo lo busco.
El lugar sabe que no existe y no es, yo le pongo sombrero y gafas.
Despierto, en el lugar que nunca me ha dormido, en la cama de nadie.
Me cepillo el cabello conocido en el espejo ajeno: no me reconoce…
¿Dónde estás lugar, espejo? Dónde estoy en tu visión, tan mía, de nadie…
La vida es un suma y sigue ¿se acabaron mis sumas? ¿Por qué ya no me importo en mi espacio?
Mi propia calma me desconcierta.
Solo Amor: lugar…
El Amor me sitúa. Lejos de tu dolor y tu rabia, al pie de mi cama y mis huesos, con tu aroma de piel.
Y ahora ríes, porque tu lugar no reconoce ese aroma, ni esos huesos, ni esa piel…
Y, sin embargo, los ama, como yo y tú bien sabemos. Porque tu lugar es un ojo, una pupila, una pestaña, una sonrisa.
La sonrisa que se dibuja en tus ojos cada vez que me miras, aun sin saberlo.

Alba Seoane


martes, 1 de febrero de 2011

APUNTES DE VIAJE
Fortaleza/Jericoacoara (Brasil)

Lluvia ¿no decían que el nordeste era casi desértico? Pues en enero llueve, y mucho.
Forró y música sertaneja en el aire.
Personas pequeñas en su tamaño y enormes de corazón. Lixo en la playa: plásticos, papel… Incluso un pobre sapo muerto, que por su aspecto debió haber sido pisoteado en un descuido, o no… El estómago hundido y los ojos abiertos buscando amparo en el cielo.
Playas de extensión y belleza infinita, sobrecogedora.
Dunas de arena blanca escondiendo paisajes desérticos y mojados por el cielo.
Nubes en un vaivén constante: negras y algodonadas, danzando armoniosas e impredecibles ante mis ojos.
Aguas turbias como su cielo, de marea indómita: entro despacito, con mucho respeto, porque soy diminuta, casi inexistente entre el mar oscuro y sus dunas.
Las olas cubren y abandonan la orilla a su antojo, dejando sólo sus rastros de espuma y vida oceánica en la arena compacta. Y un pequeño pez, que encontré agonizando en la orilla, sofocado, sin aire ni agua en sus escamas.
Entre las dunas, de vez en cuando, aparecen vestigios de vida, colores y carne: una flor, un asno, un cactus, una cabra… Apenas sobreviven,  con instinto puro de vida, indiferentes a mi emoción por ser y existir, en ese yo y ahora, que está con ellos.
En el pueblo, las personas viven bajo la lluvia, caminan de pies desnudos y se mojan con alegría la piel desértica y morena.
Yo camino tras sus pasos, intento grabar mi pasado, presente y futuro en la tierra, en sus huellas. No me siento sola, me siento parte: de la lluvia, de la tierra color cobre, de las manos que saludan, los ojos que sonríen, las miradas que se cruzan y reconocen…
Volviendo a las ranas y sapos, aquí los hay de todos los tamaños y colores. Siendo una gran ignorante en materia de anfibios, prefiero mantener una cierta distancia por pura cautela.
Pero me siento fascinada por su naturaleza viscosa, boba  y saltarina.
Mientras comemos de noche en la cocina, ellas aparecen de forma inesperada e implacable, dispuestas a aterrorizar a los comensales: Caen sobre los aperitivos, en la sopa, en la cerveza…
Está claro: las ranas o nosotros. Mejor dejarlas saltar libremente en su reino. Al fin y al cabo ellas más que nadie forman parte de este lugar y sus noches lluviosas.

Hoy, finalmente, ha parado de llover. El pueblo viste sus mejores ropas para encontrarse con el sol y la playa. Transformada: la arena sólida y fría ahora es transparente y suave como una caricia.
Aprovecho el sol para recorrer las dunas y perderme - o encontrarme- en la playa que se extiende más allá de donde alcanzan mis ojos.
Entonces, tengo la impresión de estar en el desierto: puedo escuchar los bramidos de los camellos, las voces roncas de los nómadas y señores del viento.
Desde lo alto de la duna puedo contemplar el cielo, más azul y eterno que nunca. Tumbada en la cima de la duna no distingo su horizonte, la frontera que separa la arena del cielo se confunde y parece un Todo.
No hay nadie más, sólo yo y mi nueva forma: cuerpo convertido en arena y sal.
La arena es posesiva, es una madre devota que quiere engullir y engendrar en su vientre todo lo que encuentra a su paso: los árboles que una vez mecieron sus ramas al ritmo sosegado del viento ahora forman parte de la madre arena y apenas se distinguen algunas pequeñas ramas. Mi toalla desaparece enterrada, y yo tampoco me reconozco, sólida y granítica.
Creo que entraré en el mar, antes de que olvide que yo soy agua, antes de que, cansada de insistir en mi sustancia, me entregue por completo a la madre arena y desaparezca engullida junto con los árboles.
Incluso el viento aquí es mágico, es Dios, es Padre…
Sus melodías son infinitas y acaban en el mar, a veces también en el cielo. Escucha: se oyen mil niños jugando en el aire, ahora un llanto, muchas risas… El viento aquí es humano.
Me gusta imaginar que por la noche, cuando todo descansa y duerme, el viento y la arena se encuentran furtivamente, ante los ojos cómplices de la luna que besa y acaricia la marea. Y entonces, lo engendran todo, todo muda y vuelve a ser dado a luz, para que, al día siguiente, nada vuelva a ser lo mismo, y todo SEA de nuevo…

Alba Seoane